El autor del texto aplaude la publicación del libro de Cristóbal López Carvajal, que define como una obra cuya objetividad y meticulosidad la convierten en manual histórico y pedagógico imprescindible
La buena literatura se escribe con el alma y no solo con la fantasía. De aquello que se escribe únicamente con la razón y el conocimiento resulta otra cosa. Por eso los autores que tienen la habilidad y la decencia de conjugar sin artificios la pasión en el escribir con la veracidad y la honestidad en la construcción del relato, producen un tipo de literatura integral a la que los grandes autores rusos llamaban literatura artística.
Stefan Zweig, en una de sus mejores obras, La impaciencia del corazón, comenta que no hay “...nada más engañoso que la idea demasiado deferente de que el escritor trabaja ininterrumpidamente la fantasía...En realidad en vez de inventar, solo necesita dejarse encontrar por los personajes y los acontecimientos, los cuales, siempre que haya conservado una elevada capacidad de mirar y escuchar, lo buscan sin cesar para que los refiera”.
La novela de Cristóbal López Carvajal, Lirios marchitos, es una de esas novelas en las que desde el principio el lector percibe las cualidades que definen las obras bien hechas. Un lenguaje fluido y sencillo, pero cuidadosamente contextualizado (es el tributo del lenguaje en las novelas de no ficción), en el que las palabras además de significar evocan sentimientos y lugares. Una estructura narrativa trabada artesanalmente por la que discurren personajes que exudan veracidad absoluta en toda su dimensión humana. Todo ello en un contexto histórico, el Jaén de los años cincuenta del siglo pasado, descrito con la objetividad y meticulosidad de un investigador histórico y narrado con el oficio que proporciona ser un gran lector.
Quien se acerque a esta novela con una mirada localista se quedará solo en la cáscara del fruto, porque esta no es una obra que nos hable solo del Jaén de aquellos lúgubres años, sino que es una obra que metodológicamente transciende la cercanía para empaparnos de la influencia que la superestrucutra dominante ejerce sobre las vidas y los acontecimientos sociológicos más particulares. Además del placer que produce la lectura de Lirios marchitos por su esencia literaria misma, esta obra nos
brinda una doble vertiente, pedagógica e historicista. Aquellos que no vivieron tiempos tan aciagos, y que solo han conocido una sociedad en libertad y democracia, aprenderán de esta novela que el simple ejercicio de valores como la lealtad, la amistad, la coherencia, la tenacidad y el compromiso, o la simple y libre relación interpersonal, se convertían en malsana y sospechosa práctica ante la mirada inquisitorial del represor, siendo así que, lo que hoy es considerado con futilidad, en aquella época era una heroicidad para quienes arriesgaban su integridad moral y física en defensa de la libertad desde esos propios valores. Una trágica cotidianeidad que conmueve inevitablemente al lector. Quienes vivieron y sufrieron aquellos desgraciados tiempos, reconocerán en la novela hechos y personajes, prototipos y situaciones propios de cualquier sociedad sembrada por el miedo de la represión, y en la que se luchaba al mismo tiempo por algo tan elemental como la dignidad humana. Lirios marchitos es una obra sin prejuicios ni sectarismos tal y como Anton Chéjov recomienda al buen escritor: “retratar la vida como es” y “no mentirse a sí mismo”. Verdad y honradez forman la base de la buena escritura porque ante todo forman la base del comportamiento individual y de la acción política, y porque como sigue diciendo el autor ruso, “el escritor no debe convertirse en el juez de sus personajes ni de sus palabras, sino en un testigo desapasionado y saber que en un paisaje un montón de estiércol a veces representa una parte digna de todo respeto y que las malas pasiones son inherentes a la vida, lo mismo que las buenas”.
Lirios marchitos además de una buena novela de no ficción, es un libro necesario para conocer un poco más la condición humana.
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